domingo, 7 de abril de 2013


PROLIFERACIÓN DE GRILLAS
Viernes al atardecer. Terraza de comidas de un centro comercial tan concurrido que uno se ufana de descubrir dónde está el dinero que la gente dice no tener.
Mientras degustaba el segundo café, a la espera de una amiga incumplida por naturaleza, mis vecinas de mesa, dos mujeres bellísimas que van corriendo de la adolescencia para entrar a la adultez, hablaban de sus novios y hacían planes para el día siguiente. El volumen era perfecto para enterarme, sin querer queriendo, de una conversación ajena sin grandes dificultades.
"Mera grilla", dijo una de ellas y señaló con la cabeza a otra que pasaba en ese momento por el frente. No sé si la conocían o si la prejuzgaron por su apariencia, pero el foco de interés del diálogo giró de repente y se centró en ese espécimen. (Para quienes son ajenos al parlache, "grilla" significa mujer libertina, promiscua y exhibicionista).
Hablaron de la proliferación de grillas y de cómo ellas no quieren serlo. Incluso se niegan a vestirse como grillas para pasar el filtro del derecho de admisión en algunos sitios, como ciertas discotecas que mencionaron. Confieso que en este punto me salieron signos de interrogación por los ojos. ¿Cómo así? ¿O sea que a esos sitios sólo pueden entrar grillas, bien sean auténticas o disfrazadas?
Hablaron de las que están sentadas en la nota; de las quitanovios y quitamaridos, a conciencia y sin límites; de las que se enamoran de un pillo para "mejorar" el estrato y de las que creen que tener un hijo del pillo las hará distinguidas; de las chupamedias (y otras cosas) del jefe para conservar el puesto. De las que se endeudan hasta la asfixia por aparentar…
En media hora, un jugo de mandarina y un granizado de café, desbarataron el mundo y lo volvieron a armar. Y pasaron a un discurso inteligente y reflexivo sobre derechos, deberes, autonomía, capacidad de decisión, honestidad y autoestima alta.
De ser mis hijas las cojo a picos, porque se saben valiosas por lo que son, no por lo que muestran. Porque no se dejan rotular. Porque en vez de reñir con sus principios para acomodarse a la presión social, los abrazan con firmeza.
Porque no les interesa aparentar lo que no son ni se conforman con ser objetos del deseo. Porque desestiman el pensamiento uniformado y prefieren trascender que estar de moda.
No llevaba sombrero, pero gustoso me lo hubiera quitado ante ellas. 
En una sociedad permisiva y enferma, donde cada individuo se dicta sus códigos morales y establece sus normas de ética a conveniencia propia, apartarse de lo que no nos gusta o nos parece inconveniente, dice mucho de la calidad de la persona que habita en ese cuerpo. Tan acostumbrados estamos al descuaderne social que ver a alguien centrado y reflexivo, con su proyecto de vida claro y bien demarcado, nos pone la piel chinita.
Seguramente estas mujeres volarán sin necesidad de arrastrarse. Podrán equivocarse, pero jamás serán manoseadas por nadie en contra de su voluntad y mucho menos negociarán el respeto que sienten por sí mismas y que proyectan ante los demás.
Eso de oír conversaciones ajenas tiene ventajas. De repente aparece, como una marmita de oro al final del arco iris, un motivo para reivindicar la esperanza.